En Septiembre de 2.024, Mario Draghi presentó ante el Parlamento Europeo un informe que aspiraba a ser la hoja de ruta para recuperar la competitividad de la Unión Europea. El informe advertía de que, sin reformas profundas, Europa corría el riesgo de volverse menos próspera, menos igual, menos segura y, en consecuencia, menos libre para elegir su destino.
Un año después, solo cuarenta y tres de las terscientas ochenta y tres recomendaciones del informe (un 11,2 %) habían sido aplicadas por completo.
Otras setenta y siete (20,1 %) están parcialmente implementadas, mientras que ciento setenta y seis (46 %)
siguen en proceso y ochenta y siete (22,7 %) ni siquiera se han tocado.
Como caso particular hay que mencionar la producción
normativa. Las instituciones comunitarias presumen desde hace años de su agenda
oficial de Mejora Regulatoria (Better Regulation), pero la
realidad es que la legislación comunitaria es cada vez más extensa, más
compleja y menos transparente, pese a tres décadas de continuas promesas de simplificación.
Uno de los datos más llamativos es el análisis del lenguaje de las directivas adoptadas de 2022 a 2024: la longitud
media de las frases en las directivas europeas asciende a treinta y nueve palabras, casi el
doble de las veinte palabras que marca la Plain English Campaign como estándar para
garantizar la comprensión de texto legal por parte de un ciudadano medio.
A ello se suma un promedio de doscientos cincuenta caracteres
por frase y de dos comas por oración, cifras que revelan una redacción
farragosa y difícil de seguir incluso para expertos. De hecho, un ciudadano
necesitaría entre cuatro y seis horas para leer con atención y comprender de forma
general una única directiva —muchas de las cuales superan las treinta mil palabras—,
debido a su manifiesta complejidad sintáctica.
En realidad, si se llama libre mercado, es por algo, zopencos.

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