Si
El Silmarillion es el Tolkien solemne en estado puro, El hobbit es todo lo contrario. Un cuento para contar a sus hijos
antes de dormir cuando eran pequeños, no pierde ese tono al ser trasladado al
papel, y así Tolkien adopta el papel de narrador cuasi omnisciente (no deja
claro el origen de Beorn, por ejemplo) que emplea términos de comparación
completamente anatópicos, por
llamarlos de alguna manera, como en el caso del juego del golf o de comparar el
chillido de Bilbo con el silbato de una locomotora. Elementos que no tienen
cabida en Arda, pero que los cuatro pequeños Tolkien entenderían perfectamente.
Por
otra parte, se aprecian algunas diferencias con el corpus principal de la mitología de Tolkien: aunque se parece,
elfos profundos y elfos del abismo no es exactamente lo mismo;
definir al (todavía) innominado Thranduil como el más grande rey de los elfos supone pasar por alto a Celeborn y
(sobre todo) Galadriel; y ni comentar lo de Tierra
Occidental de las Hadas como modo de referirse a Valinor.
Pero
vamos, El hobbit es, sin duda alguna,
la puerta de entrada perfecta al mundo de Tolkien. Aunque algunos entráramos a
través de El señor de los anillos.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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