Una conversación que tuve antes de la cena de Nochevieja me ha servido de pie para esta entrada del blog. El caso es que mi interlocutor, aunque la conversación era cordial (prueba de que se puede hablar de política con los opuestos ideológicos sin que salten chispas) no paraba de referirse a Cataluña como país, así que tuve que pedirle que dejara de hacerlo antes de que me saliera humo por las orejas. Él prosiguió señalando que Cataluña es España desde comienzos del siglo XVIII, porque antes no existía España. Yo, sin rebatir esto (cosa que haré en este blog, que para eso lo escribo), señalé que entonces Cataluña es España desde que España es España, y que antes de eso no era nada. Comprendo que los necionanistas catalanes (y vascos, y gallegos, y cartageneros) tengan derecho a pensar lo que quieran, aunque dichos pensamientos sean, desde mi punto de vista, solemnes majaderías provenientes de orates o de miserables. Yo, por el contrario, prefiero apoyarme en la Historia y en los hechos. Como digo siempre, creer, sólo creo en Dios; lo demás, o lo sé o no lo sé.
Vamos, pues, a ello. Tengo dos opciones: o comienzo en el presente y me remonto atrás a lo largo de la Historia, o comienzo por el principio y llego hasta nuestros días. Creo que elegiré la primera opción, por pura comodidad.
Actualidad
Aunque en la Constitución de 1.978 no aparece el término de nacionalidades históricas, es una expresión que se ha generalizado para referirse a las comunidades autónomas de Cataluña, Vascongadas y Galicia. Supongo que dicha expresión es fruto de dos circunstancias: el término nacionalidades proviene de la desdichada redacción del artículo 2del ya citado texto constitucional, que habla de
nacionalidades y regiones; en cuanto al adjetivo históricas (que yo prefiero sustituir por el más adecuado de histéricas, dado lo mucho que
chillan sus corifeos) arrancaría de la Disposición Transitoria Segunda del mismo texto, cuando señala que Los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía (...).
Vemos así que un simple accidente –el haber tramitado en el pasado, un pasado ilegítimo por sus orígenes e ilegal por su desarrollo… pero esa es otra historia- concede preferencia a tres territorios que nunca han sido apenas nada (si acaso, Galicia fue en algún momento de su historia algo parecido a un reino independiente, cosa que nunca fueron Cataluña o Vascongadas, puñado de territorios periféricos de los reinos de Aragón o Castilla, respectivamente), mientras que territorios con verdadera historia quedaban abonados a la llamada vía lenta para acceder a la autonomía (excepto Andalucía; pero es que en esto, como en todo lo demás, los socialistas siempre han sido muy hábiles a la hora de no atenerse a la Ley si dicha sumisión iba contra sus intereses, al fin y al cabo, ya lo dijo Pablo Iglesias en una de sus primeras intervenciones parlamentarias). Especialmente, Navarra, hasta hace medio milenio reino independiente y motor de la reconquista hasta quedar territorialmente bloqueada por Castilla y Aragón.
Siglo XIX
Retrocedamos aproximadamente un siglo, hasta finales del XIX: los gallegos ni siquiera soñaban en nada parecido a la autonomía. Mientras, en Vascongadas,
un orate corto de entendederas y racista para más señas pergeñaba una doctrina (de la que, para remate, abjuraría al final de sus días, punto este que sus herederos ideológicos ignoran convenientemente) profundamente antiespañola de la que excluía a los alaveses por considerarlos demasiado maquetos.
Esto, por lo que hace al extremo occidental de los Pirineos. En el oriental también comenzaba a surgir un espíritu de reivindicación nacionalista, al socaire, supongo, de los vientos que soplaban en Europa en territorios que sí tenían una historia detrás –si bien no una historia de unidad, precisamente-, como Alemania o Italia, que nunca habían consitutido una unidad política, sino que habían sido parte de entidades más grandes, como el Sacro Imperio Romano Germánico o el Imperio –antes República- Romano. Como le he oído varias veces señalar a César Vidal (los progre-necionanistas abominarán… o lo harían, si leyeran este blog), los nacionalistas eran en aquella época (señalado por intelectuales catalanes cuya solvencia intelectual, valga la redundancia, queda fuera de toda duda, aunque ahora no recuerde sus nombres) los sujetos más pintorescos o extravagantes de cada localidad.
Vemos entonces que las supuestas raíces históricas del sentimiento nacionalista tienen, en el mejor de los casos, apenas siglo y medio.
Siglo XVIII
Retrocedamos ahora otros ciento cincuenta años, al final de la
Guerra de Sucesión española. En contra de lo que les gusta afirmar a los
necionanistas catalanes, no fue una guerra de independencia de Cataluña, sino que se trató (vamos a ver cómo lo digo) de la traslación a España del pulso de poder que se dirimía en Europa entre Francia y el resto, con la excusa de la muerte sin descendencia del último Habsburgo (o Austria, como acostumbramos a llamar a esa dinastía de los Pirineos hacia el Sur) español. Una guerra de sucesión en la que ninguno de los dos pretendientes eran españoles (si aceptamos la premisa de mi interlocutor de Nochevieja, ninguno podía serlo, pero creo que se me entiende), y en la que los distintos territorios apoyaron a uno o a otro. Cataluña eligió apoyar al archiduque
Carlos de Habsburgo… y eligió mal.
Siglo XVII
Retrocedamos algo más de medio siglo, a la década de los cuarenta del XVII. En la península entonces unificada, dos territorios se sublevan, Portugal y Cataluña. Los primeros habían sido un reino independiente durante varios siglos, y eso perseguían (y eso consiguieron): la independencia. Los segundos no habían sido más que un apéndice, y eso persiguieron (y ni eso consiguieron; los hay que nunca aprenden): cuando se sublevaron en el
Corpus de Sangre, no proclamaron la independencia, no; proclamaron su adhesión a la corona francesa, a cuyo titular nombraron Conde de Barcelona (repárese en que ni siquiera le nombraron
rey de Cataluña, o
príncipe, sino meramente conde de uno de los condados –el más importante con diferencia, eso sí-; vamos, que ni siquiera tiraron al grado más alto de la nobleza, el de duque, sino que se quedaron en el inferior de conde). Como todo el mundo sabe (o debería saber), la jugada les salió mal: utilizando un símil deportivo, si sales a empatar el partido lo más probable es que lo pierdas. Y eso hicieron.
Por esas mismas fechas, el valido real, el
Conde-Duque de Olivares –personaje muy menospreciado y que a mi modesto entender debe ser rehabilitado siquiera en parte, puesto que lo que le ocurrió fue que tuvo enfrente a un rival superior, el
cardenal Richelieu, y a un país en ascenso, mientras que España se encontraba en declive- aconsejaba a Felipe IV que, en lugar de titularse rey de Castilla, de León, de Navarra, de Aragón, de Valencia y de los demás territorios (en los que no recuerdo que apareciera Cataluña) se titulara rey de España. Es decir, que ya medio siglo (largo) antes de la Guerra de Sucesión existía España, siquiera como concepto. Cataluña, como territorio individualizado e independiente, ni siquiera era una entelequia. De Vascongadas, ni hablamos.
Edad Media
Retrocedamos ahora cosa de medio milenio. El rey de León y Castilla
Alfonso VII se proclama
Imperator totius Hispaniae (recibiendo homenaje, entre otros, de su cuñado Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona; esto no lo sabía yo).
El que los demás monarcas peninsulares no le hicieran ni caso es lo de menos. Lo verdaderamente importante es que se proclama emperador
de Hispania (es decir, de España). La existencia de España como un concepto político unitario y superior a las partes que la forman sigue retrocediendo en el tiempo… Mientras, Cataluña, que había nacido como parte de la
Marca Hispánica (repárese en el adjetivo, de nuevo hispánico, y no catalán), fue organizándose como una serie de condados entre los que el de Barcelona era el más importante. Una serie de condados, no un reino llamado Cataluña. Y cuando los condes de Barcelona entraron a formar parte de la familia real aragonesa, la entidad resultante siguió llamándose Aragón, nunca Cataluña.
Siglos V a VIII
Sólo queda un paso más: el reino visigodo de Toledo. Podrá decirse todo lo que se quiera de la monarquía visigoda acerca de si tenían o no un concepto de España (o Hispania) como un territorio unitario y diferenciado, pero hay dos hechos incontrovertibles: procuraron expulsar de la Península Ibérica a todos los demás pueblos, ya fueran
suevos,
vándalos,
alanos o bizantinos; y, a diferencia de los demás pueblos hasta entonces, al ser invadidos por los musulmanes presentaron resistencia y procedieron a expulsarles, aunque tardaron ocho siglos. Es decir, debían sentir algo parecido a
esta tierra es nuestra y vosotros sois extranjeros, así que ya os estáis largando. Un sentimiento
nacional, por así decirlo…