Segunda entrega de la serie de novelas juveniles que John Grisham escribe sin apartarse del mundo que conoce tan bien y en el cual se desarrollan casi todas sus obras; esto es, el de la abogacía. En este caso, la trama toma tintes ligeramente detectivescos; y digo ligeramente porque casi enseguida uno colige que la desaparecida aparecerá sin excesivo daño.
A señalar que los rasgos con los que adorna al personaje principal hacen que Grisham haya creado un preadolescente punto menos que repelente, por lo sabidillo que resulta. A ningún adulto le gusta que nadie venga con aires de sabelotodo (aunque, efectivamente, ese nadie lo sepa todo) a desmontar sus construcciones teóricas; y menos que nadie, un chaval que siempre se sale con la suya porque, efectivamente, sabe más que los demás.
Por otra parte, tan inteligente como es el personaje de Theodore, comete un error garrafal: ¿cómo puede ser de su amiga desaparecida el cadáver que aparece en el río si este se encuentra prácticamente deshecho? Si tanto sabe, debería saber que en poco más de un día un cuerpo no se descompone hasta el extremo de caerse prácticamente a trozos…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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