Con este cuarto volumen de su saga, Martin confirma definitivamente que la cosa se le ha ido de las manos... afortunadamente para aquellos que estamos disfrutando con sus libros, y siempre y cuando consiga finalmente rematarla antes de pasar a mejor vida. Si lo que iba a ser inicialmente una trilogía ha crecido hasta convertirse (de momento) en una heptalogía, el cuarto tomo creció tanto que se vio obligado a dividirlo en dos. Con criterio desigual, añadiría yo, puesto que a ojo de buen cubero el quinto volumen, Danza de dragones, abulta bastante más que éste. Y, además, los lectores tuvieron que esperar seis años (y no uno, como dijo Martin en el epílogo) para leer la continuación. Si yo, que me he leído casi cuatro mil páginas del tirón, me he quedado con ganas de más, no quiero ni pensar en los que han ido leyendo la serie conforme se iba publicando.
Centrándome en la trama, la cosa se va complicando cada vez más. Aparecen personajes nuevos y desaparecen (¿definitivamente?) algunos ya conocidos (a los que se llega a coger cierta simpatía a pesar de que tengan un humor... de perros, je), mientras que algunos, como Jaime Lannister, demuestran poseer un fondo de nobleza que no sospechaba que tuviera siquiera. Por seguir con la familia, Cersei parece haber encontrado la horma de su zapato, y Tyrion... bueno, Tyrion no aparece. Y, la verdad, se le echa de menos.
Por otra parte, el libro plantea casi más cuestiones de las que soluciona; o, por decirlo de otra forma, son más las preguntas que deja por contestar que las que resuelve. Sigue sin saberse qué hay exactamente más allá del lejano Norte; sigue sin saberse la filiación de Jon Nieve (y en Internet hay teorías para todos los gustos); se descubre que, quizá, el Rey Mendigo tenía alguna posibilidad de recuperar el trono de sus antepasados (y hasta aquí puedo leer); Viserys ha desaparecido, aunque todos sepamos cómo ha sido... y, por lo que he visto por Internet, el quinto volumen tiene todavía más giros de tuerca.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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