No recuerdo exactamente por qué empecé a ver esta serie, de tres temporadas de seis episodios -cada una- de cosa de media hora (lo que hace que se pueda ver en un suspiro y, de hecho, la tercera temporada me la ventilé en una tarde). No había visto nada de su autor-casi-total, Ricky Gervais, aunque sabía de su afición a no dejar títere con cabeza, por las sucesivas presentaciones que ha hecho de la gala de los Globos de Oro. En realidad, me pregunto por qué le han elegido como presentador después de la primera… debe haber una vena de masoquismo en Hollywood.
A lo que vamos. La serie comienza con el personaje de Gervais
intentando lidiar con la muerte de su esposa. En una especie de trasunto del actor,
el personaje dice, literalmente, lo que piensa de todas y cada una de las personas
con las que se cruza… lo que no le hace especialmente popular en su trabajo,
todo sea dicho.
Como nadie puede estar perpetuamente deprimido o enfadado, va moderando
su actitud conforme pasan los capítulos, al tiempo que se va abriendo a los demás
e incluso demuestra tener su corazoncito. De hecho, el sexto episodio de la
tercera temporada -que es también el último de la serie- es, tanto en términos
relativos como absolutos, bastante pasteloso, en un esfuerzo de dar un final
feliz a todas y cada una de las situaciones planteadas. En cuanto al final final,
no acaba de quedarme claro qué es lo que pasa o, por mejor decir, si lo que se
refleja pasa realmente o es un anuncio de lo que ocurrirá en el futuro (del
personaje).
Como pega -pero también como reflejo de los propios pensamientos del
intérprete-, el que en la última temporada califique a los toreros de asesinos.
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