Ayer falleció Adolfo Suárez González,
primer presidente de la democracia. Como el título de la novela de García
Márquez, fue la crónica de una muerte anunciada, desde que el Viernes su hijo
anunciara que le quedaban apenas cuarenta y ocho horas.
En España es corriente poner por las
nubes a cualquier fallecido, aunque haya sido un hijo de siete padres. En eso,
como en tantas otras cosas, yo no parezco español: si pongo a parir a alguien
en vida (caso del genocida de Paracuellos, por ejemplo), seguiré haciéndolo una
vez esté criando malvas.
En relación a Suárez, no tengo demasiado
malo que decir. Cuando tuvo responsabilidades de gobierno yo era todavía muy
pequeño (dimitió cuando yo tenía doce años), así que no fui consciente de la
importancia de su figura y su tarea hasta tiempo después, cuando pude apreciar
las cosas con conocimiento, criterio y perspectiva. En cualquier caso, mi valoración
se resume en lo que le he repetido a mi padre este fin de semana a propósito
del tema, con el difunto todavía vivo: no sería un hombre de Estado –en ese
sentido, Fraga lo era indudablemente más- ni alguien especialmente brillante,
pero fue el hombre oportuno en el lugar y el momento correctos. Con otros,
igual la cosa no habría salido tan bien…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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