En algunas cosas –en bastantes, quizá-
no tenemos nada que envidiar a nuestros vecinos del Norte. En deporte somos
mejores, nuestra Historia es al menos tan brillante como la suya, les hemos
dado unas cuantas veces militarmente para el pelo y nuestros artistas en
cualquiera de los campos resisten más que holgadamente la comparación con
cualquiera de los suyos.
En política la cosa está así así (o comme ci, comme ça, que dirían ellos). Su
clase política es, por lo menos, tan endogámica como la nuestra, y sus niveles
de corrupción corren parejos a los nuestros. Sin embargo, en otras cosas nos
aventajan. Allende los Pirineos no les tiembla la mano a la hora de enjuiciar a
los políticos, llegando incluso hasta la más alta magistratura del Estado.
Y no les tiembla la mano a la hora de
renovar el Gobierno. Incluso podría decirse que lo hacen con cierta asiduidad,
aunque a bastante distancia todavía de los italianos, que cambian (o cambiaban)
de ministros como de ropa interior.
Recientemente, el primer ministro
francés, un español llamado Manuel, ha presentado su dimisión… sólo para ser
nuevamente nombrado por el presidente de la República (un sujeto que casi, casi,
hace que zETAp parezca un estadista de talla mundial) y formar un nuevo
gabinete, en el que ya no están los tres ministros más críticos.
Todo normal. Un ministro discrepa de
su presidente, como es su derecho, y éste le sustituye por otro menos disonante.
Tranquilidad absoluta.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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