La
política de apaciguamiento con los que se saltan la legalidad a la torera no
tiene ningún efecto beneficioso… salvo para los infractores. La cosa no
funcionó con Hitler, siguió sin funcionar con los asesinos vascos y tampoco
funcionará con los secesionistas catalanes. Tanto unos como otros sólo
entienden un lenguaje: el de la firmeza, el de la aplicación estricta de la
Ley.
Por
eso, cuando hace un mes saltó la noticia de que el delegado del Gobierno en la
comunidad autónoma catalana reconocía negociaciones privadas entre el Estado y la Generalidad, se me cayó el alma a los
pies, y ello por varias razones. Primero, porque las negociaciones llamadas privadas (léase, secretas) nunca han
traido nada bueno. Y segundo, porque ¿cómo puede el Estado negociar con una
parte de sí mismo?
Que
Cocomocho negara la existencia de tales negociaciones, aunque proclamando que le gustaría que se estuvieran
produciendo, no hizo sino confirmar que, en efecto, estaban teniendo lugar. Luego
llegó el maricatalán, al que le
constaban contactos al máximo nivel,
pero sin acercamientos; lo que, dentro de lo que cabe, era una buena noticia,
porque con esta gente los acercamientos nunca han tenido lugar salvo cuando la
otra parte (es decir, el Estado) ha cedido y se ha movido. Ellos jamás se han
bajado de esa burra que es el emblema que han elegido.
Que
las negociaciones no van a servir para nada ha quedado demostrado esta misma
semana, cuando la sedicente y sediciosa asamblea nacional catalana ha rediseñado el golpe de Estado, haciendo
superfluo otro butifarrendum: en el
caso de que el Estado impidiera la votación, la asamblea legislativa regional
(la de verdad, no esa reunión de delincuentes… aunque bueno, en la de verdad también hay unos cuantos) establecería de forma directa la República catalana.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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