Dentro del gremio de los actores,
Carmelo Gómez no me caía especialmente mal. Probablemente algo rojeras, como la
mayoría de los de su gremio, no le recuerdo una palabra más alta que otra, y si
las pronunció yo no me enteré.
Sin embargo, al bueno de Carmelo le
debe molestar tener que someterse a la humillación
de las audiciones (es decir, tener que ir a los trabajos en lugar de que los
trabajos vengan a él) y ha anunciado que no hará más cine (no tendremos esa
suerte; las convicciones de la izmierda son
tan fuertes como el tamaño del cheque que les haga cambiar de opinión, y si no
que se lo digan al último premio Cervantes): lo deja porque le han dejado.
Hasta ahí, todo bien. Lo que pasa es
que como estamos en precampaña todos se sienten en la obligación de soltar un
discursito con juegos de palabras nada ingeniosos. El bueno de Gómez ha dicho
que se va hasta que haya una nueva
democracia, que se siente humillado
por los gobiernos de derechas (¿sabrá ya el rojo feminista que le
consideran de derechas?), que tendrían que cambiar mucho las cosas y
que si de repente podemos [obsérvese
la nada elíptica referencia a una determinada opción política] y creamos una nueva constitución y una nueva
democracia, cambiará la cultura.
Aclarémonos, o es cultura o es una
industria. En Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania, en Francia y en
Italia lo tienen muy claro: es una industria, y de lo que se trata es de vender
un producto, no de hacérselo tragar al público aunque sea a la fuerza.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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