Cuando era un niño me enfadaba con cierta facilidad. Como buen niño, no hacía caso a mi madre, que me decía si te enfadas, tienes trabajo doble: primero, enfadarte, y luego desenfadarte. Algo que no entendía porque, como le respondía, a mí enfadarme no me costaba trabajo ninguno.
Cosa distinta era el mantenerme enfadado.
Recuerdo una ocasión en que me mantuve artificialmente enfadado todo una
tarde. Fue en las Galerías Preciados de Arapiles, frente a la plaza del
Conde del Valle de Suchil. Y, la verdad, la cosa resultó agotadora.
No digo que fuera precisamente entonces
cuando vi la luz, pero sí que algún tiempo después de eso dejé de forzarme a
mantenerme enfadado. Y algún tiempo después decidí que, en general, intentaría
no enfadarme y tomarme las cosas con filosofía. En parte, porque la gente a la
que aprecio no se merece mis enfados… y la gente a la que no aprecio no se
merece mis enfados. Eso y que, cuando pierdo los estribos, mentalmente lo veo todo
rojo y voy a degüello.
Y como no voy a sacar provecho de ello… ¿para qué?
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