Llegada
cierta etapa en la vida, hay libros que uno lee por elección (la mayoría de los
que leo son de este tipo), otros que lee por casualidad –bien porque conoce
algún comentario sobre ellos, bien porque le caen en las manos- (los próximos
que leeré son de este tipo) y, finalmente, hay algunos que lee porque tiene que leerlos. Bien por ser obras
cimeras en su tipo (el Quijote o los Episodios Nacionales), bien porque han
contribuido a conformar ese sistema de valores y pensamientos que se ha dado en
llamar civilización occidental.
En
este último grupo caerían la Biblia o, en un orden muy distinto de cosas, la obra a la que se refiere esta entrada. Con Tucídides y con esta obra, por lo
visto, nace la historiografía tal y como la conocemos: una narración de los
hechos objetiva, ateniéndose sólo a eso, los hechos, sin hacer intervenir
factores externos (léase, divinos) a esos hechos, contrastando las fuentes y
adoptando una postura imparcial.
Dicho
todo esto, hay que reconocer que la obra de marras me ha parecido, lisa y
llanamente, bastante tostón. Vale que las circunstancias personales en las que
ataqué su lectura no eran las mejores del mundo (nada grave e irreparable),
pero ni eso justificaría que haya tardado más de tres meses en leerme apenas
setecientas páginas (torres más altas cayeron en mucho menos tiempo).
Sin
embargo, he de reconocer que ha merecido la pena. Si, pasado el tiempo, logro
recordar algo de todo lo que he leído –he de reconocer que mi capacidad para
olvidar según qué cosas está alcanzando cotas que creí inasumibles para mí no
hace tanto tiempo-, retendré una visión de conjunto bastante ajustada de cómo y
por qué Atenas perdió, a finales del siglo V antes de Cristo, la hegemonía
entre las polis griegas a favor de Esparta.
Lástima
que la obra acabe antes de que termine la guerra…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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