El
comunismo es, teóricamente, una bonita doctrina. Lo malo es que sólo se ha
llevado a la práctica con éxito una vez a lo largo de la Historia. Curiosamente
(o no tanto), la única vez que se ha realizado de manera voluntaria. Me refiero,
claro está, a los primeros cristianos, que según se relata en los Hechos de los
Apóstoles, ponían todo en común.
Después
de eso, podríamos decir que lo que fastidia el comunismo son los que se autodenominan
comunistas, llámense Marx, Lenin, Pol Pot, Mao, Carrillo o Castro. Para empezar,
imponen sus ideas por la fuerza, y por la fuerza las mantienen. Construyen
muros y alambradas, no para impedir que la gente entre en los denominados paraísos comunistas, sino para todo lo
contrario: para evitar que los de dentro puedan escapar.
En
democracia, los comunistas nunca han planteado propuestas verdaderamente
realistas, y en general no explican cómo las llevarían a cabo, desde el impago
de la deuda pública ilegítima (según
ellos) a la implantación general de las llamadas energías alternativas. Sin embargo, las propuestas lanzadas en la
campaña electoral de las últimas elecciones regionales andaluzas –hace justo un
mes fue la votación- rozaban directamente lo esperpéntico, desde desenterrar al
general Queipo de Llano (qué pesadita la izmierda
con la desmemoria histérica) hasta
implantar la jornada de trabajo de ocho horas para los animales de labor (es de
suponer que con pausa para el bocadillo; de alfalfa, por supuesto).
Así,
no es extraño que cayeran hasta la cuarta posición. Llega a durar un poco más
la campaña y les pasan hasta los de Vox…
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