El
mundo del cine español no me inspira mucha simpatía, ni considerado en su
conjunto ni, la mayoría de los casos, de uno en uno. Desde mi punto de vista
son, en general, una panda de pijiprogres
egocéntricos que viven a costa del contribuyente salvo, de nuevo, contadas
excepciones.
Por
eso, cada vez que la academia española hace pública la terna de películas entre
las que elegirá la que presentará como canditata a ser nominada para el Óscar a
la mejor película en lengua extranjera, me divierto intentando adivinar qué
película elegirán finalmente, porque el resultado final ya me lo sé: eliminados
a las primeras de cambio.
Dadas
las premisas expuestas, esa eliminación no me produce la más mínima pena. Se trata
de ejercicios de ombliguismo, hechos pensando en el gusto de quien las hace, y
no en el del público. Este año, sin embargo, las cosas son distintas. La película
elegida, Campeones, sería una de las
que, a priori, podría gustar a la academia estadounidense: una historia de
minusválidos y superación; aunque más bien con toques de comedia (por lo que
sé) que de drama, lo que no es habitual (Forrest
Gump, Rain man, Yo soy Sam) en las películas yanquis.
Sin
embargo, el resultado fue el mismo: eliminados en primera ronda. Así pues, el
eterno dilema permanece: que decidan si quieren arte o premios (y dinero en
taquilla, no en subvenciones).
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