La
izquierda española nunca ha mostrado un gran respeto por la legalidad. Ya en
sus comienzos como parlamentario, Paulino Iglesias condensó lo que sería la
actuación de su partido a partir de entonces: conforme al ordenamiento cuando
ello conviniera a sus intereses; al margen del mismo, cuando supusiera un
obstáculo para sus fines.
Los
neocom son dignos herederos espirituales de esta postura: para
ellos, todos los derechos; para los demás, ninguno. Ellos pueden opinar lo que
quieran, pero los demás no pueden opinar contra ellos; ellos pueden criticar
que los demás coloquen a amigos y familiares, mientras a su vez proclaman que
es una mera casualidad que aquellos a los que nombran por ser los más
cualificados resulten ser, precisamente, sus amigos y familiares; ellos pueden
criticar a los que viven en un piso de medio millón de euros, pero ay del que
les eche en cara que viven en un casoplón de medio millón de euros; ellos, en
fin, reclaman el respeto a su intimidad, mientras se dedican a dar
(literalmente) el nombre y apellidos de aquellos ciudadanos a los que
consideran culpables de un comportamiento insolidario.
Para
cuando se demuestra que, para variar, la calientacamas
había metido la pata, criticando a una propietaria que quería subir el alquiler
de su piso cuando resulta que el inquilino cobra dos mil quinientos euros
mensuales y que los dos hijos trabajan, ya era tarde: había sufrido escraches
en su trabajo y padecía de ansiedad continua.
Y
mientras, esa indocumentada que aspiraba a vicepresidente del Gobierno de
España (aunque, visto lo visto, quizá mejorara a la presente), a lo suyo.
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