martes, 22 de diciembre de 2015

El guerrero del bronce

Existen tres mitos de los cuales tengo más de media docena de versiones diferentes… de cada uno: la guerra de Troya, el Rey Arturo y Robin Hood. De los tres, este hilo tiene que ver con el primero (y más antiguo, también) de ellos.
Que yo recuerde, mi primer contacto con los mitos homéricos fue doble. Por una parte, una versión de bolsillo de La Iliada (de bolsillo grande, quizá, pero de bolsillo) que era de mi madre, con láminas de las que recuerdo sobre todo dos: Tetis surgiendo de las aguas ante su hijo Aquiles, y Tersites (creo) huyendo de Odiseo. La otra, un tebeo (aunque de tapa dura) titulado Antes que Troya cayera, que narraba las aventuras de un troyano en Egipto antes, como indica el título, de que su ciudad fuera arrasada por las tropas griegas.
De la guerra de Troya he leído versiones para todos los gustos: la de Homero (claro), pero también la historia contada desde el punto de vista de Odiseo (la de Manfredi, sin ir más lejos), o desde una multiplicidad de puntos de vista, o de un periodista en la guerra de Troya, o incluso de mercaderes que no estuvieron en ese conflicto. Sin embargo, me faltaba un punto de vista: el del malo de la historia, esto es, Agamenón, rey de Micenas.
Porque, no nos engañemos, hay dos personajes que caen mal en la guerra de Troya, uno por cada bando: Paris y Agamenón. Todos los demás tienen un pase: Odiseo es un cabrón del que no te puedes fiar, pero es un cabrón simpático; Menelao es un cornudo enamorado; Aquiles es una bestia parda, pero lo impulsa su destino; Héctor es el héroe perfecto, leal a su familia y a su patria; Helena, la pobre, está enamorada; hasta Príamo es un padre que quiere a sus hijos, incluido el descerebrado que ha causado todo este lío. Paris y Agamenón, en cambio, no tienen un pase: el primero, por no pensar más que con la bragueta; el segundo, por su total falta de escrúpulos.
Pues bien, en esta novela –vaya preámbulo que he soltado antes de entrar en materia- Agamenón narra en primera persona su vida hasta que asciende al trono de Micenas (como he leído hace poco, el lobo siempre será el malo mientras el cuento lo cuente Caperucita, lo que quiere decir que el narrador ofrece una justificación para todos sus actos, que podría resumirse en la maquiavélica razón de Estado). Shipway pasa de dioses y semidioses, reduciéndolo todo a meros mortales a los que el transcurso del tiempo, eso sí, ha hecho que sean adorados como dioses, pero sin serlo, porque tienen tumbas. Igualmente, las distintas versiones de los mitos clásicos (que si Fulano es hijo de Mengano o de Zutano) son atribuidas por el autor a invenciones de los poetas para embellecer los hechos.

Para resumir: no es la mejor de las versiones que he leído de la historia (de los prolegómenos de la misma, podría decir para ajustarme más a la verdad), pero tampoco la peor. Y el punto de vista es original.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!

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