En un país decente, los partidos
filoterroristas no serían legales. En un país decente, los partidos políticos
que incumplieran la Constitución no serían legales. En un país decente, los
dirigentes de unos y otros irían camino del trullo. En un país decente.
Pero España hace mucho que dejó de ser
un país decente y, por eso mismo, nadie le toma en serio en el ámbito internacional.
Tan pronto mandan sentar al presidente del gobierno (en funciones) sin dignarse
siquiera contestar a su saludo como se deja en libertad a un asesino jefe de
asesinos. De nada sirve que, casi sobre la marcha, se frenara esa liberación,
porque apenas una semana después se entrevistaba en la televisión pública
estatal a otro terrorista convicto, confeso y, sobre todo, que no se arrepiente
de sus crímenes ni siquiera de boquilla.
En un país decente, todos los partidos
políticos con representación parlamentaria aplaudirían a las víctimas del terrorismo en el acto de homenaje a las mismas. En un país decente, un
presidente del gobierno no se comprometería con una banda terrorista a
legalizar, aunque fuera de facto (a
saber qué quieren decir con eso), a su brazo político.
En un país decente, no haría falta que
una formación política se querellara contra el susodicho presidente del
gobierno por sus contubernios con los asesinos de ultraizquierda, porque el
Ministerio Público habría procedido de oficio. En un país decente, ese
presidente del gobierno no tendría el cuajo de seguir soltando tonterías de tal calibre que causarían sonrojo al tonto de la clase de primero de primaria.
Pero, como he dicho, no estamos en un
país decente. Y así nos van las cosas…
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