Vamos a suponer que todos los ecologistas coñazo, ecolojetas, ecologistas
sandía y demás compañeros mártires actúan movidos por la buena fe. Sí, ya
lo sé, estoy pidiendo demasiado, es mucho suponer, pero concededme eso que se llama
suspensión de la incredulidad, y admitámoslo como premisa temporal.
Incluso admitiendo todo eso, a toda esa
tropa de salvatierras habría que
considerarles una panda de ignorantes, que actúan guiados por sus prejuicios,
tomando este término en su sentido literal, esto es, juicios emitidos antes de
tener suficientes elementos de, valga la redundancia, juicio.
Es por ello que los que verdaderamente
conocen la naturaleza, que son los que viven en ella y de ella, se están
empezando a cansar de esa panda de plañideros (demasiada paciencia han tenido),
y están comenzando a decir las cosas claras. Si hace unas semanas un paisano
ponía en su sitio a los turistas rurales a propósito del canto de las gallinas
a horas intempestivas (para los humanos), ahora son los ganaderos los que,
hartos de los llantos de los animatontos
(ese mote se me había olvidado), han señalado que sus vacas viven como reinas
(supongo que no se referían ni a Maria Antonia de Francia ni a la zarina Alejandra, por poner dos ejemplos).
Y si tanto les molesta a algunos el que
se ordeñe a las vacas, les hago una sola pregunta: ¿cómo sugieren alimentar a
los humanos recién nacidos sin el concurso de ese maravilloso líquido blanco
formado, básicamente, por agua, grasa y lactosa?
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