Hace
ahora un mes jugaron en Cornellá dos de los llamados equipos históricos del fútbol español: los
locales, el Real Club Deportivo Español, y el Athlétic de Bilbao. Durante el
partido se profirieron insultos contra uno de los delanteros vascos, Iñaqui
Williams.
Ese
apellido indica que algo de sangre no vasca corre por sus venas. En efecto, el
deportista es de piel oscura o, por decirlo de otra manera, lo que de toda la
vida ha venido llamándose negro. Esos insultos fueron, según el artículo, del tipo
puto negro. Este tema me suscita dos
cuestiones.
El
primero que, en el caso de determinados colectivos, lo que son insultos ad hominem se elevan a la categoría de
fobias. Si yo digo ese negro es
gilipollas, el insulto es gilipollas,
y no negro. Esta última palabra sólo
sirve para identificar, con economía de vocablos, al destinatario del insulto
(como es el caso, suponiendo que en el auditorio haya un solo negro). Otra cosa
sería que dijera los negros son
gilipollas, pues en tal caso estaría descalificando en grupo a toda una
colectividad.
El
segundo viene de la mano del primero, aunque no me diera cuenta de ello hasta
que he empezado a escribir. Y es que estas cosas sólo ocurren, o bien cuando
los atacados (individual o colectivamente) pertenecen a un determinado
colectivo, o cuando los que insultan pertenecen a otros determinados
colectivos. Vamos con ejemplos:
- Cuando José Mouriño entrenaba al Real Madrid y en sus filas jugaba Cristiano Ronaldo era frecuente escuchar cánticos del tipo ese portugués, qué hijo puta es. ¿Salían en tal caso los secretarios generales socialista y comunista a acusar de lusófobos a los que insultaban, como han hecho en el caso de Williams?
- Cuando Vox dice que está en contra de la inmigración ilegal, se califica a la formación de xenófoba; pero no está en contra de todos los extranjeros, sino de aquellos que pretenden colarse de rositas en España, cuando se cuelan de rositas en España.
- Israel es la única democracia como Dios (¿Yavé?) manda de Oriente Medio. Pero los progres les ponen a caer de un burro, comparando su actitud respecto de los palestinos (un colectivo cuyas actuaciones y dirigentes suelen ser, no lo olvidemos, de carácter terrorista) con la de los nacionalsocialistas alemanes hacia los propios judíos. Nadie (nadie de entre ellos mismos, se entiende) tacha a los progres de antisemitas, como tampoco a la mayoría de los países musulmanes, que pretenden borrar, con frecuencia literalmente, a Israel del mapa.
Está
claro: para los progres, cabe establecer gradaciones en el odio. Pero no hay
que extrañarse: basta con recordar la valoración que hacen de las atrocidades
de uno y otro bando en la Guerra Civil española.
Se
ve que en esto, como en todo, hay clases.
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