Nunca
me han gustado las festividades del orgullo gay (aunque vista la proliferación
de identidades sexuales, emplear un
único término para englobarlas a todas se me antoja excesivamente
reduccionista). En primer lugar, por excluyentes (como decía cuando era más
joven, ¿y qué pasa con el día del orgullo
hetero?), pero, sobre todo, por su chabacanería, mal gusto y ánimo de
ofender, sobre todo a los católicos (porque nunca he visto a ninguna loca disfrazada de clérigo musulmán de
esos que se dedica a ahorcar sodomitas).
Podría
argumentarse que, ya que los (anteriores) ayuntamientos financiaban, siquiera
parcialmente, actividades como las procesiones que no necesariamente han de ser
compartidas por todos los ciudadanos, era coherente que también contribuyeran a
esa exhibición de zafiedad y mal gusto por parte de una exigua minoría (como
suelo decir, si la homosexualidad fuera la regla, Malthus se habría quedado sin
sus quince minutos de fama).
Pero
es que los consistorios neocom han
hecho bandera de no apoyar aquello que sólo afecta a una parte de sus
gobernados –esa parte a la que procuran ofender de todas las maneras
imaginables, e incluso de alguna inimaginable-, por lo que si no acuden a las
procesiones, las ofrendas religiosas y demás, y disminuyen las aportaciones públicas a tales actos colectivos, tampoco deberían financiar con el dinero de
todos una mamarrachada minoritaria y chabacana.
Al principio
pensé que doña Rojelia iba a ejercer
semejante grado de coherencia al haber multado por exceso de ruido un acto en
el que, para remate, ella misma participó. Pero mi gozo acabó en un pozo, porque
a las veinticuatro horas anunció que se daría una consideración especial al Orgullo (¿orgullo de qué?) para
evitar multas por ruido.
Y sí,
lo sé, el título es de mal gusto, pero es que no he podido resistirme a la tentación de hacer un chiste
fácil.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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