jueves, 30 de junio de 2016

Una generación de blandos

Cuando yo era niño, el curso escolar duraba nueve meses, con sólo dos períodos de vacaciones: de la víspera de Nochebuena al día siguiente a Reyes (dieciséis días) y del Sábado anterior al Domingo de Ramos al Lunes de Pascua (diez días). Se empezaba a mitad de Septiembre, y se terminaba –si se había sido aplicado y no había que ir a (los exámenes de) Junio- hacia mitad de Junio. Es decir, antes de las primeras vacaciones teníamos tres meses completos de clases, y al menos otro período de tres meses seguidos (dependiendo de cuándo cayera la Semana Santa) antes de que acabara el curso.
Además, en primero de EGB éramos cuarenta y uno en clase, y nunca bajamos de treinta y tantos (más cerca de los cuarenta que de los treinta y cinco) en los doce años que estuve allí antes de ir a la Universidad. Y salimos bastante normalitos, creo yo.
Ahora, las cosas son distintas. Si hay más de dos docenas de alumnos en una clase, se habla de masificación. Los libros cada vez son más delgados, con más dibujitos y con menos sustancia. Y, para remate, en Cantabria –precisamente allí tenía que ser- han decidido que los alumnos tendrán una semana de vacaciones cada dos meses. Es decir, y suponiendo –que es mucho suponer- que el año escolar teórico siga durando nueve meses, en este tercio de siglo largo los niños van a clase un mes largo menos que en mi época (porque supongo que a las vacaciones de Navidad y Semana Santa, o invernales y primaverales, en politicorrectés, no renuncia nadie por muy laico que sea).
Con Franco estudiábamos mejor, desde luego que sí…

¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!

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