El
desplazamiento de contingentes de población desde zonas menos prósperas a otras
donde las condiciones de vida ha sido una constante en la historia de la
humanidad, prácticamente desde que las extremidades posteriores del primer
homínido pasaron a ser las inferiores.
Ahora
bien, estos desplazamientos, en la época moderna, pueden hacerse de dos
maneras: de modo organizado, cumpliendo los requisitos legales y con ánimo de,
mediante el esfuerzo y el trabajo duro, prosperar; o mediante tramas
delictivas, con violencia y con intención de poco menos que vivir de la sopa
boba. Lo primero fue lo que hicieron los españoles en los años cincuenta y
sesenta del pasado siglo: esos que tan a colación traen los retroprogres cuando sale el tema para
intentar desarbolar dialécticamente a los que criticamos las invasiones
propiciadas por las mafias de traficantes de esclavos que son ayudadas, de
buena fe o intencionadamente (quién sabe), por sedicentes oenegés humanitarias.
Porque
si centenar y medio de personas asaltan la valla de Ceuta y hieren a seis guardias civiles, y si en ese asalto emplean ácido sulfúrico, no cabe hablar de
pacíficos migrantes, sino de
invasores violentos y organizados. Y si no hay personal y medios suficientes
para hacer frente a los ataques, la culpa será del ministro del ramo, más
ocupado al parecer en culpar en otras ocasiones a los agredidos (por provocar) y no a los agresores.
Hace
algo más de mil trescientos años nos encontramos en una situación parecida… y
nos costó ocho siglos salir del atolladero.
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