Ya
hablaremos, cuando toque, del fracaso de crítica y público que ha supuesto el
espectáculo secesionista catalán en su fiesta
grande este año. Sin embargo, es algo que se veía venir.
Como
dije hace días, el nacionalismo es una ideología, en general, destructiva. Cuando
tiene un enemigo exterior a él, es ese enemigo contra el que se dirigen sus
afanes violentos. Pero cuando, por la razón que sea –enemigo destruido, enemigo
indiferente, enemigo incólume-, desaparece ese enemigo, el nacionalismo se
vuelve contra sí mismo, y emprende una purga de los elementos que considera desafectos.
Lo
malo, para ellos, es que cada grupúsculo considera como desafectos a los demás: los exaltados, porque los demás son
demasiado tibios o contemporizadores; éstos, porque estiman que a aquéllos la
cabeza les huele a pólvora y que pueden arruinarlo todo con su comportamiento
desmedido; etcétera.
Hace
diez días, en Suiza se reunieron los cabecillas de las distintas facciones
golpistas catalanas: Cocomocho, Chistorra, Rovira, los Clicks Unidos de Playmobil, la sedicente
asamblea sediciosa, los de Totum Revolutum… Más allá de las palabras huecas, los tsunamis y demás zarandajas, lo que creo que hay es que todos
quieren ser el líder, el nuevo Moisés que encabece la marcha del pueblo
escogido (ellos) hacia la tierra prometida de la independencia y demás
metáforas bíblicas aplicables.
Y
claro, cuando todos quieren mandar, nadie hace caso.
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