Lo peor de un político -o de una figura pública, en general- no son las cosas que se dicen de él, sino que tales cosas sean verosímiles o no.
Tomemos el caso de la corrupción en los
partidos políticos. Resulta verosímil que alguien como Mariano Rajoy no
estuviera al tanto de lo que pasaba -ojo, que no digo que no estuviera al tanto,
sino que la alegación de que no lo estaba es plausible- en Génova, dada su
imagen pública de tancredista contumaz. Menos creíble sería, en cambio,
que Aznar no supiera nada, dada la imagen autoritaria que siempre ha
proyectado.
Del mismo modo, la denuncia del fiscal Stampa
acerca de que el psicópata de la Moncloa, el ministro bolardos y el
fiscal particular del desgobierno que tenemos la desgracia de padecer -estos
dos últimos, al fin y al cabo, simples mamporreros del primero- estaban detrás
de la operación para limpiar sin límite para revertir la situación
procesal de la pareja de Sin Vocales, y hacerlo caiga quien caiga, no es grave en
sí por los hechos que comprende y las personas a las que afecta.
Es grave porque Pedro Sánchez ha dado sobradas muestras, por su comportamiento, de que es verosímil.

 
 
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