Vaya por delante que reconozco que el de la eutanasia, como el de ciertos casos de aborto, es un tema peliagudo de narices, y que ruego a Dios no verme nunca implicado en el mismo, ni por activa ni por pasiva; es decir, en la tesitura de tener que decidir si se aplica a un ser querido o de que alguien tenga que decidir si se me aplica a mí (que desde ya y salvo que algún día cambie de opinión, ya digo que no).
Como digo, la eutanasia guarda ciertos paralelismos con el aborto, al menos para mí. En ciertos casos puedo comprender una y otro, incluso llegar a admitir que pueden constituir el mal menor. Dicho lo cual, en ambos casos se trata de lo mismo: de acabar con la vida de un ser humano. Hablando lisa y llanamente, de matar a alguien. De un homicidio, en términos penales. En el caso de la eutanasia, tanto da que ésta sea activa, como las que practicaba el doctor Montes, como pasiva: el homicidio se puede cometer tanto por acción como por omisión.
Viene todo esto a cuento del caso de la niña gallega para quien sus padres solicitaban que se le retirara la alimentación artificial. Inicialmente, el Hospital de Santiago se negó a ello, aunque finalmente accedió a la petición de los padres de la niña para que ésta, en palabras del abogado de la familia, tuviera una muerte digna.
Es decir, iban a hacer que la niña muriera de hambre y sed. Eso lo consideraban digno sólo porque la sedaron para que no sufriera. Pero no nos engañemos: cuando la madre dijo que los médicos me hicieron sentir que yo quería matar a mi hija, los médicos estaban diciendo la verdad. Cruda y descarnadamente, pero la verdad: la madre (y el padre) quería matar a su hija de hambre y de sed. Para que no siguiera sufriendo ella… y, probablemente, para que tampoco siguieran sufriendo ellos.
Dios la haya acogido en Su seno.
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