Los
herederos del marxismo –el llamado feminismo,
el llamado ecologismo- tienen en
común con su antecesor el hecho de que demonizan a cualquiera que, no ya se les
oponga, sino siquiera dude de sus postulados, los ponga en cuestión o no los
comparta a pie juntillas. Y lo hacen no guardando las formas, sino chillando
como descosidos.
En
el caso de la llamada violencia de género,
es Vox el enemigo (puesto que los ismos
citados conciben la situación en términos de amigos y enemigos). No porque
niegue la llamada violencia de género
o violencia machista, sino porque no
se circunscribe a la misma.
Si,
ejerciendo su derecho a la libertad de expresión, los representantes de Vox se desmarcan de las celebraciones oficiales
(las de la izquierda sectaria y la de la derecha maricomplejines) del llamado día
contra la violencia de género, un grupo de mujeres les abuchean, patalean y abandonan la sala.
Y
luego están aquellos que mienten. Dios sabe por qué razones, pero mienten. Porque
decir que Vox está buscando el voto en el nicho de los maltratadores es, o ser muy estúpido, o ser muy malvado.
Porque Vox está en contra del maltrato, venga de donde venga y se dirija contra
quien se dirija. Y por eso se opone a la inconstitucional y gramaticalmente
incorrecta ley contra la violencia de género,
dirigida exclusivamente contra los varones heterosexuales, presuntos culpables
sólo por el hecho de serlo.
En
el Ayuntamiento de Madrid, los pomelo se
unieron a suciolistos y neocom y permitieron la reprobación de Javier Ortega Smith. Sólo el Partido Popular votó en contra porque, como dijo el alcalde, no
se trataba de una discrepancia política,
sino de una reprobación formal por el
ejercicio de un derecho a la opinión y a la libre expresión.
Que
me reprueben a mí también. Cuanto más chillen, más convencido estaré de que mi posición
es la correcta.
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