Hay
circunstancias en la vida en las que no cabe la equidistancia. En esos casos, que
son por lo general los de optar entre el bien y el mal, hay que estar a favor o
en contra. Porque el que no se opone al mal está, por inacción, favoreciéndolo.
Hablar
en la Guerra Civil española de buenos y
malos es siempre asunto espinoso. Porque
si dices algo distinto del estándar políticamente correcto –esto es, que los
republicanos eran todos unos angelitos, ateamente hablando, mientras que los nacionales eran todos malos malísimos-,
serás tildado de fascista para
arriba. Y de nada sirve admitir, en términos dialécticos, que el bando
finalmente vencedor cometiera atrocidades, tomando ese argumento como punto de
partida para señalar que los que acabaron perdiendo la guerra cometieron actos
execrables de parecido pelaje.
No
servirá de nada porque tu interlocutor, ya sea retroprogre o maricomplejines,
se negará a tratar el tema. Conozco gente que cada vez que sale a relucir el
tema del franquismo se acuerda del abuelo de uno que tuvo que pasarse oculto la
torta de años, ya acabada la guerra, por miedo a que le pasaran por las armas. Si
le recuerdas que ése al menos pudo esconderse, mientras que personas como
Muñoz-Seca o Ramiro de Maeztu no pudieron, te dirán que eso ocurrió en tiempos
de guerra. Y si les señalas que los rojos,
cuando han ganado una contienda civil (en Rusia, en China, en Vietnam, en
Cuba), han montado unas ordalías que hacen que Franco parezca la madre Teresa
de Calcuta, te contestarán que el Generalísimo fue quien ganó la guerra y quien
ejerció la represión, por lo que nunca sabremos qué habrían hecho los otros de
haber ganado. Será porque no quieren ver lo que hicieron en el sexenio
republicano, cuando gobernaron y cuando no.
Viene
toda esta digresión a cuento de que, hace unos veinte días, la abstención de
los parlamentarios regionales madrileños del partido pomelo se abstuvieron en una votación de una iniciativa de la
izquierda por la que se instaba a la reconversión del Valle (no hace falta
decir cuál) y a la exhumación de los restos mortales de José Antonio Primo de
Rivera del lugar en el que reposan, en la Basílica de la Santa Cruz del Valle
de los Caídos. La justificación que adujeron fue que no querían reabrir una España de bandos.
Pues
qué queréis que os diga, hijos míos (al emplear cada vez más esta expresión
filial soy consciente de los años que voy cumpliendo): allanarse ante uno (porque
los bandos ya existen) no es la vía, precisamente, para evitarlo.
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