Los
fanatismos de toda laya, en todas las épocas de la Historia, se han preciado de
saber, mejor que los demás, qué es lo mejor para los demás. En otros tiempos,
esos fanatismos eran de índole religiosa, llámese cristianismo o islamismo.
Más
tarde, esos fanatismos pasaron a ser ideológicos: los revolucionarios franceses
primero, y los apóstoles del socialismo real después, pretendieron configurar
la sociedad conforme a sus postulados. Ellos sabían, mejor que nadie, lo que convenía
a la sociedad, y la obligarían a seguir sus ideas, quisieran o no; por su
propio bien, por supuesto.
Avanzado
el siglo XX, y tras la época de los totalitarismos (por más que les moleste a
algunos de mis conocidos, todos de izquierdas, puesto que nazismo –sí, el socialismo de su nombre algo debería
querer decir- y el fascismo se originaron en el socialismo de sus respectivos
países), el marxismo se disfrazó en sucesivos ismos (feminismo, ecologismo), pero siguió en sus trece de salvar a los demás, aunque no quisieran
ser salvados.
A
finales del mes pasado tuvimos dos ejemplos de esto. La primera, en relación
con el feminismo, que sostiene que si las mujeres no estudian carreras
científicas se debe a esta sociedad machista y heteropatriarcal. Pues no: según
las preuniversitarias, si no estudian ingenierías es, literalmente, porque no les da la gana.
Y
luego está el asunto del Black Friday.
Activistas de la organización Pis Verde intentaron boicotearlo en una de las
avenidas más céntricas y comerciales de Madrid. ¿La reacción de los
compradores? Pues osciló entre ignorarles o considerar, directamente, que son unos pesados.
Pero
claro, los istas saben mejor que
todos nosotros qué es lo que nos conviene, así que no es probable que se
rindan.
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