Prácticamente
desde que nació, ha planeado sobre el Tribunal Constitucional la sombra de su
politización o, por mejor decir, de la politización de sus componentes. Es esta
una consecuencia ineludible del hecho de ser los magistrados nombrados por el
parlamento (ah, la maldita partitocracia) por un tiempo determinado. Es posible
que ambos problemas se solucionaran siguiendo el ejemplo estadounidense, en el
que los magistrados del Supremo (que allí tiene también funciones de corte constitucional)
son propuestos por el ejecutivo y nombrados por una amplia mayoría del
legislativo, pero por tiempo indefinido (esto es, hasta que dimitan o se
mueran).
Ese
tufo a politización, que arranca de la sentencia sobre la expropiación de
Rumasa y pasa por la del sedicente estatuto catalán, hace que incluso cuando la
alta corte dicta una resolución justa, algunos podamos cuestionarnos si los
motivos de la resolución son estrictamente jurídicos o sus señorías, por emplear
una expresión de un magistrado (constitucional, por desgracia) indudablemente
politizado, han manchado sus togas con el polvo del camino.
Vienen
todos estos circunloquios a cuenta de la decisión del Tribunal Constitucional
de anular el sistema que incluía la LOMCE para escolarizar en español en Cataluña. Como no me he leído ni la norma (aunque algunos dicen que
técnicamente es bastante mejorable, lo que parece ser una constante desde hace
ya tiempo en la prolija producción normativa española) ni la resolución, ignoro
si el fallo se ajusta a Derecho con holgura o empleando fórceps. Pero ya dice
el viejo adagio castellano aquello de piensa
mal y acertarás.
Así
las cosas, no es de extrañar que el Gobierno reconociera que la sentencia del
Constitucional podría condicionar sus medidas (¿qué medidas?) en Cataluña.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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