Dicen
que, abrumado por la responsabilidad de haber inventado cosas destructivas (la
dinamita, sin ir más lejos), Alfred Nobel decidió que, a su muerte, su fortuna
se dedicara a premiar, con carácter anual, a quienes más hubieran contribuido
al progreso de la humanidad en una serie de campos.
En
concreto, en el campo de la literatura debía premiarse a quien hubiera producido la obra más destacada en la dirección ideal.
Es decir, y si lo interpreto bien, no debería haberse convertido en lo que es: una
especie de premio de fin de carrera. Si a esto le añadimos que, en general, ha
entrado en juego el sistema de las cuotas (este año toca un poeta, este año
toca una mujer, este año toca un autor del tercer mundo, etcétera), podríamos
concluir que se ha traicionado la voluntad del inventor, industrial y
filántropo sueco, premiándose a auténticas medianías y dejando sin galardón a autores de la talla de, por ejemplo, Leon Tolstoi (que Pérez Galdós lo mereciera más o menos que alguno de sus compatriotas galardonados es otra cosa, porque no sé yo que la obra del canario pueda considerarse como idealista, precisamente).
Pero
es que, para remate, podríamos decir que aplicar el epíteto de casa de putas a la academia sueca en lo
que se refiere a los premios Nobel no se queda en el plano puramente
metafórico, sino que casi podría aplicársele con rigurosidad científica. Tan es
así, que este año no se concederá el galardón por el escándalo sexual desatado (o destapado), en el
que uno de los implicados llegó a sobar el tafanario de la heredera al trono
sueco.
Por
menos de esto, en otras épocas le habrían cortado la mano… o incluso algún otro
apéndice más vital.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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