Hace
medio milenio, los ejércitos españoles imperaban en Europa y, por ende, en el
mundo. Durante siglo y medio, España fue la potencia continental casi
hegemónica, el enemigo a batir, la diana contra la que se concitaban todos los
dardos. Una vez comenzó el declive, durante otros ciento cincuenta años largos
todavía fuimos, con altibajos, un jugador a tener en cuenta, alguien cuya
alianza convenía tener.
Con
el cambio de siglo del dieciocho al diecinueve, todo eso cambió. Pasamos a ser
un cero a la izquierda, una nulidad, alguien prescindible en el tablero
internacional, salvo para despojarle de los últimos jirones de un pasado
glorioso.
Con
el cambio de milenio, aparentemente, se dio un giro en la dirección correcta.
España se convirtió en un aliado incondicional de la superpotencia hegemónica
(hablamos de hace veinte años: Rusia estaba postrada, y China era ese gigante
que no acababa de despertar del todo), y se nos volvía a escuchar.
Rodríguez
tiró todo eso, como tantas otras cosas, al cubo de la basura. Antes de llegar
al poder, negándose a levantarse al paso de la bandera estadounidense (lo cual
demuestra la mala educación del circunflejo). Inmediatamente después, mandando
retirar a las tropas españolas de Irak –donde, pese a lo que repite
machaconamente el progretariado, no
acudimos hasta que la guerra hubo terminado-, al tiempo que alentaba a otras
naciones a hacer lo mismo. Nadie le hizo ni caso, pero todos –Estados Unidos el
primero- tomaron nota: España no era un aliado de fiar, y se convirtió, de
nuevo, en un apestado en la escena internacional, alguien a quien se invitaba
cuando no había más remedio, pero al que lo se le hacía ni caso (las fotos de
Rodríguez, más solo que la una en las reuniones internacionales, fuera de todos
los corrillos, son paradigmáticas).
Por
eso, cuando la actual titular de Defensa, Madgadita
Dobles, anuncia que España tomará nota si la ONU no da a un general español el mando de la misión en el Líbano,
me entra la risa floja (de esa de reír por no llorar). De hecho, lo único
cierto del discurso de la susodicha –no me he molestado en verlo entero, pero
apuesto la cabeza a que no me equivoco- es que las Fuerzas Armadas son la mejor representación de la marca España (con
permiso de la Guardia Civil, añado) y que les
llevamos en el corazón.
Algunos,
Madgadita, algunos. Porque estoy
seguro que ni tú ni muchos de tus conmilitones les lleváis en el corazón (ni en
ninguna parte)… suponiendo que dispongáis de él, claro.