Cuando
no ocupan el poder, los partidos de izquierdas se desgañitan cada vez que sobre
algún cargo de otras formaciones cae la más mínima sospecha de haber cometido
alguna irregularidad, por nimia que ésta sea, a la vez que promulgan con gran
fanfarria y alharaca unos supuestos códigos
éticos en los que afirman por activa, por pasiva y por perifrástica que
cuando se vean incursos en cualquier causa judicial –algo, según ellos,
ontológicamente imposible, porque se encuentran genéticamente incapacitados
para delinquir-, abandonarán ipso facto todos sus cargos públicos (porque, como
bien sabemos, si ellos se han encaramado a la poltrona es para servir a la gente, no para llenar sus bolsillos y
los de sus allegados).
Sin
embargo, una vez encaramados al poder, descubren de inmediato que son incapaces
de conjugar la primera persona del singular del presente de indicativo del
verbo dimitir, sean una estríper
alsaltacapillas o bien el equipo de gobierno en pleno del ayuntamiento de
Zaragoza, y se les impute un delito contra los sentimientos religiosos o el
delito más grave que cabe imputar a una autoridad pública, esto es,
prevaricación.
El
caso es seguir amarrados al escaño todo lo que se pueda, sin despeinarse.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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