Vaya
por delante que, de los obispos de Roma que han ocupado la cátedra de Pedro durante
mi vida, el actual es el que menos me gusta de todos. Para mí, el Papa por antonomasia siempre será,
salvo que cambien las cosas –y soy animal de costumbres-, san Juan Pablo II (al
fin y al cabo, fue papa durante gran parte de mi vida; más de la mitad, de
momento y todavía durante algunos años más). Pero, como dice el adagio
castellano, el hombre propone y Dios dispone, y el altísimo ha dispuesto que un
jesuita argentino ocupe el solio pontificio, y los católicos debemos aceptarlo.
Probablemente
sea debido a esta (llamémosle así) antipatía el que sea fácil que le vea el
lado malo (por así decir) a algunos
actos papales (el sesgo de confirmación, ya se sabe). Por ejemplo, hace un mes,
en una audiencia, algunos fieles quisieron besar el anillo pontificio, y Francisco
retiró la mano. Antes de que nadie diera ninguna explicación –tardaron dos
días-, algunos –los panegiristas pontificios, supongo- adujeron como posible
causa la tan repetida humildad del nacido Jorge Bergoglio.
Como
digo, dos días después el Vaticano dio una explicación, que resultó ser mucho
más mundana y menos espiritualmente edificante que la señalada: los manotazos
del papa Francisco se debieron, dijeron que dijo, a que cuando hay un grupo de gente muy numeroso al que tiene que saludar en un mismo lugar prefiere, por precaución,que no besen el anillo papal para evitar la difusión de gérmenes.
Sabiendo
que iban a querer besarle el anillo, podría haberlo avisado antes. Para la
próxima vez, ya lo sabemos.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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