El
hombre es un animal de extremos. Y cuanto menos cerebro, más extremado. Claro,
que aquellos a los que yo considero descerebrados probablemente me consideren
un monstruo sin sentimientos, o lindeza semejante.
Viene
todo esto por los desvaríos (desde mi punto de vista) que los grupos
animalistas (animatontos sería más
ajustado… creo que desde ahora voy a usar ese palabro) perpetraron el mes pasado. Para empezar, el llamado feminismo animalista pidió que todas las hembras de todas las especies sean consideradas iguales a los humanos. Pasando
por alto el dislate –una lombriz (ignoro si hay dos sexos en los anélidos, pero
para el ejemplo me vale) no es igual a un ser humano (un ser humano normal, se
entiende), por mucho que se empeñen los animatontos
(¿veis? Ya empiezo a darle uso al vocablo… y ya paro de paréntesis)-, como no
he leído el artículo, ignoro si en esa equiparación incluyen también a todos
los machos o no; pero me atrevería a aventurar que no, porque el hembrismo animatonto es capaz de
considerar a toros, machos cabríos y hasta lombrizos
como adalides del heteropatriarcado más rancio y retrógrado.
Luego
saltó a la palestra ese partido con nombre de videojuego inacabado, abogando
por la defensa de las vacas violadas. Sí, tal como suena. Debe ser –otro
artículo que no he leído- que, como son obligadas a procrear –iba a poner en contra de su voluntad, pero ya no sé
si los cococomidos estos atribuyen
también voluntad a los animales-, las consideran violadas.
Pienso
que entre el hombre como rey de la creación, que puede usar y abusar de la
misma, y estas posturas ha de haber un término medio. Porque yo, lo que es a
las hamburguesas (las de carne carne, no las pseudohamburguesas veganas), no pienso
renunciar…
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