A
base de vulgarizar el uso de un término se acaba –y quizá ese sea el objetivo-
por despojar de la carga que tenía originalmente.
Me
ha surgido la idea cuando hace poco –de hecho, apenas un par de horas antes de
ponerme a escribir- he leído un artículo en el Muy interesante en el que se recogen los diez emperadores romanos
más depravados. El último de ellos es Teodosio I, comúnmente llamado el grande y al que la revista (o el
redactor del artículo) califica (todos los demás emperadores reseñados llevan
un epíteto no precisamente elogioso: el que menos connotaciones negativas tiene
es el de militarista) de genocida. Leyendo la semblanza, uno se
entera de que, como represalia por una revuelta, ordenó atraer, encerrar y
ejecutar a sangre fría a cerca de siete mil personas. Por desalmado que eso
pueda resultar, mi impresión es que entre semejante orden y el genocidio median
varios grados de magnitud, y que en la revista se los han saltado todos.
Sirva
este preámbulo –evidentemente no previsto cuando recogí el titular de la
noticia que comento en esta entrada, hace cosa de un mes; para empezar, ni
siquiera había comprado la revista- para ponernos en situación. Resulta que un
tal Jeremy Dronfield, del cual no había oído hablar hasta ahora, ha publicado un libro titulado El chico que siguió a
su padre hasta Auschwitz.
En el artículo –no voy a leerlo de nuevo-, se
recogen declaraciones de este autor como que La islamofobia actual recuerda demasiado al antisemitismo nazi, o Me
sorprendió mucho ver todas las similitudes que existen entre la situación de
los refugiados judíos y los que hoy tratan de salvarse en el Mediterráneo,
para rematar con que El antisemitismo
nazi se basaba en el odio y en el miedo igual que ahora la islamofobia. El
ejemplo clásico es el de que los judíos asesinaban a los no judíos y se bebían
su sangre.
Desde
mi punto de vista, y dejando aparte mi postura (desde hace, al menos, treinta
años) pro israelí, creo que el señor Dronfield comete, en el mejor de los
casos, un error de simplificación; en el peor, directamente, un ejercicio de
mala fe. Los judíos de hace cien años no realizaban atentados ni pretendían el
dominio mundial, me parece. Los refugiados
judíos, como él los llama, se sometían a las leyes de los países en los que
se refugiaban, en lugar de pretender imponer las suyas propias a todos los
demás (además de que, teniendo un montón de terreno musulmán vacío en el que asentarse
–según se va hacia La Meca, tuerza usted hacia el Sur-, eligen venir a la satánica Europa). Y los musulmanes –al
menos los terroristas- sí que asesinan a los no musulmanes, o se regocijan de
la destrucción (accidental, parece) de templos católicos como el reciente
incendio de Nuestra Señora de París.
Aunque
en esto último tienen el apoyo de malnacidos hijos de siete padres con más mala
baba que inteligencia.
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