domingo, 20 de agosto de 2017

Así de sencillo, así de claro

Decía hace dos días (y hace dos años también) que el caso de los islamistas radicales en Occidente (y en Europa en concreto) es parecido al que Méjico tuvo hace casi dos siglos con Tejas. Sin embargo, la misma noche en que publiqué (por segunda vez) la entrada, a punto de dormirme (es cuando me suelen venir las mejores ideas, cuando dejo vagar libremente los pensamientos) tuve una revelación (por así decirlo): no es como el caso de Davy Crockett y compañía, sino más bien como el de los bárbaros y el Imperio Romano.
Por indolencia, por comodidad, por pereza, por lo que sea, el hecho es que hemos permitido que el enemigo –puesto que eso es lo que son, y no me cansaré de repetirlo- se instale dentro de nuestras fronteras. Y no acomodándose a nuestras costumbres, sino conservando las suyas propias, costumbres que, en un alarde de estulticia suicida, algunos proclaman que hay que respetar como una muestra de tolerancia. Perdón por el símil, pero es como si a la víctima de una violación (o de cualquier otra agresión, para no correr el riesgo de herir sensibilidades) se le pide tolerancia con su agresor. Un poco fuerte la comparación, quizá, pero así es como veo la cuestión.
No lo ven así los de la extrema izquierda, cuya aversión a ese Occidente en el que tan bien (y también) viven corre pareja a la de los fanáticos de la media luna. Son esos que hablan de atropello para no decir atentado, o que consideran que se trata de terrorismo fascista fruto del capitalismo, o que no acaban de implicarse en los pactos antiterroristas, o que piden comprensión para con los terroristas. Quizá piensen que los asesinos pueden ayudarlos en su asalto al cielo, como el cursi de la coleta llama a alcanzar el poder, para luego desecharlos; quizá piensen aquello de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Nada más lejos de la realidad: para los islamistas (y con este nombre no me refiero a los musulmanes en general, sino a los radicales de entre ellos… aunque el Islam parece ser, de las tres grandes religiones monoteístas, la más proclive a una interpretación radical, al menos en nuestros días), todo los que no piensen como ellos son infieles, y por lo tanto no tienen más alternativa que convertirse o morir.
Por lo tanto, la manera correcta de tratar con estos asesinos es la que se ha aplicado en Cambrills: se les da el alto y, si no se detienen, se les apiola convenientemente. O, por citar a Tolkien, se les mata, se les mata muertos, si ustedes me entienden.
Para terminar, dos cosas: está muy bien gritar eso de no tenemos miedo, aunque sea una mentira más grande que la Sagrada Familia, porque a esta gente hay que temerla (y la tememos), aunque nunca debemos permitir que ese temor nos domine; y tenemos que ganarles, no porque seamos mejores (que lo somos), como he leído en un editorial, sino porque no nos queda otra alternativa. O les ganamos, o estamos muertos.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!

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