martes, 17 de octubre de 2017

Aquelarre

España, en el último siglo, ha tenido dos grandes enemigos. Y esos enemigos no han sido externos, sino internos. Más aún, a menudo han colaborado en sus designios, contrarios siempre al bienestar y a la integridad de la patria común e indivisible de todos los españoles.
El primero de esos enemigos han sido los llamados nacionalismos periféricos, manera harto elogiosa de referirse a movimientos surgidos en regiones que nunca han sido naciones ni nada que se le parezca; singularmente, Cataluña y Vascongadas. Si ésta fue siempre parte del reino de Castilla, o bien un apéndice del de Navarra, aquélla no fue más que una amalgama de condados, pertenecientes primero al imperio carolingio (la Marca Hispánica, manda narices el nombrecito, pensarán ellos) y luego a la corona de Aragón (que no catalanoaragonesa, por mucho que se empeñen los historietistas –huy, perdón, quería decir historiadores- de por allí). Estos movimientos regionales han tenido dos ramas o variantes, la política y la criminal o terrorista (recordemos lo de sacudir el árbol y recoger las nueces).
El segundo de estos enemigos ha sido la izquierda, así en general. No me refiero a toda la gente de izquierda (conozco a bastantes que son buenas personas, e incluso a algunos les considero amigos míos), sino a los partidos políticos de este signo; tanto más, como de costumbre, cuanto más extrema sea.
Prueba de todo ello –el odio a España de ambos, y la colaboración entre ellos- lo demuestra el hecho de que el Ayuntamiento de Barcelona haya acusado a Policía y Guardia Civil de dar un golpe de Estado encubierto en relación con su actuación durante el golpe de Estado perpetrado el primero de Octubre. Y esa resolución ha salido adelante gracias a la abstención de la alcaldesa, esa a la que me suelo referir con el apelativo de bruja Piruja.
Hace siglos, las brujas tenían un destino muy distinto al de la poltrona municipal…

¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!

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