En
la última década, el Fütbol Club Barcelona probablemente haya sido –y mira que
me duele tener que admitirlo- el equipo de fútbol que mejor juego haya
practicado. A ello han contribuido, básicamente, dos cosas: una generación de
futbolistas nacidos para el sistema de juego que implantó –pero que no creó,
puesto que es, junto a Vicente del Bosque, probablemente el técnico más
sobrevalorado de la Historia- el calvo melifluo, y un futbolista capaz por él
solo de desequilibrar un partido y para el que jugaba todo el equipo, al menos
inicialmente. Cuestión aparte es que, con el tiempo, cayeran en el
amaneramiento o en estupideces tales como decir que lo importante era que
habían tenido el setenta por ciento de posesión en una eliminatoria a doble
partido… cuando en esos ciento ochenta minutos les habían endosado siete goles,
por ninguno de los azulgrana.
Por todo
ello, resulta especialmente desagradable –para los que no somos del Barcelona,
se entiende- que a ese buen juego hayan unido dos elementos más: la connivencia
arbitral (el ¿qué más quieres que te dé?
de Villar al presidente del Barcelona) y el inmenso teatro que le echan los jugadores
en los lances del juego. Aptitud (y actitud) escénica que no es algo que se
aprenda en La Masía, sino que parece
ser algo que flota en el ambiente de la institución futbolística –no ocurre,
por ejemplo, en la sección de baloncesto- fundada por el suizo Hans Gamper y
que se infiltra insidiosamente en cualquier jugador que recale en la filas del más que un club: si la patada que (presuntamente)
Pepe propinó a Alves hubiera sido real, todavía estaríamos buscando la pierna
del brasileño.
El último
ejemplo de ese teatro lo tenemos en el reciente partido de liga entre el Valencia
y el Barcelona. Uno de los aficionados ché
arrojó una botella de agua medio vacía (o medio llena, depende de si eres
pesimista u optimista) al corro que se formó para celebrar la consecución del
gol que otorgaba la victoria al equipo catalán. La botella sólo impactó a uno
de los jugadores, pero la media docena que formaba el corro se arrojó al suelo
entre gestos de dolor, como si lo que hubiera caído al suelo hubiera sido una
mina antipersona o una granada de fragmentación.
El
Comité de Competición, que ya no es lo que era, señaló que la actitud de los
jugadores del Barcelona les ridiculizaba a ellos mismos. El Farça, que no ha dejado de ser lo que
siempre ha sido –es decir, el perpetuo llorón, mal perdedor y peor ganador,
como los niños malcriados-, dijo que el comentario del Comité era reprobable y abusivo, y denunció al presidente de la Liga y al Comité.
Lo nunca
visto: el conejo persiguiendo a los lebreles.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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