Los
seres humanos tienden, por lo general, a ser más tolerantes consigo mismos y,
por extensión, con los de su cuerda, que con los ajenos. Ya lo resumió
Jesucristo cuando dijo que uno ve la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el
propio.
Los
políticos en general, los españoles en particular y los socialistas en concreto
son más humanos que la media. Poco menos que llevan a la hoguera a los
contrarios cuando comenten un error, pero son prestos a disculpar conductas
mucho más graves cuando el que las realiza es algún compañero de filas.
Tomemos,
por ejemplo, el caso de Cristina Cifuentes: por algunas irregularidades en un
máster y haberse llevado dos tarros de crema de un supermercado, tuvo que
dimitir de su puesto de presidente del consejo de gobierno de la comunidad
autónoma de Madrid (si bien es cierto que su propia política de intransigencia
con sus propios compañeros probablemente jugara en su contra).
Utilizando
casos como ese y como la trama de corrupción en el PP, Pdr Snchz palnteó una moción de censura contra Mariano Rajoy.
Precisamente el PSOE, que tantas tramas corruptas ha tenido (y tiene) a lo
largo de su más que centenaria historia. Como suele suceder en los albañales,
las miasmas salen a la superficie. Hace tres semanas se detuvo al presidente de la diputación de Valencia –un socialista- en una operación contra la corrupción.
En concreto, se investigan irregularidades en la contratación de personal de
alta dirección en Divalterra, antigua Imelsa, en 2015, denunciadas por
Anticorrupción.
En
lugar de hacerle dimitir, como reclamaron de los líderes populares desde un principio, Sin
vocales dijo que se aplicará el código ético con suspensión de militancia
cuando se abra juicio oral. Pero ni en eso se ponen de acuerdo, porque Ábalos
rectificó a su secretario general y dijo que el presidente detenido tenía que
dimitir.
¿Qué
ocurrió al final? No lo recuerdo, pero me da lo mismo: los suciolistos, una vez más (y van…) aplicaron distintas varas de
medir.
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