Las
revoluciones de los siglos dieciocho y diecinueve (las del veinte marcharon en
sentido contrario, empezando por la rusa y siguiendo por todas las demás)
avanzaron en el sentido de ir conquistando cada vez más libertades para las
personas; singularmente, las de pensamiento y las de expresión.
Pero
desde finales del pasado siglo se está produciendo una suerte de retroceso. Con
el surgimiento de lo políticamente
correcto, lo que en principio comenzó como lo que parecía un afán de no
herir ciertas sensibilidades ha ido derivando, lenta pero inexorablemente, en
un pensamiento único que no tolera discrepancias y que deja chiquito a
cualquier forma de totalitarismo de centurias pasadas. A todo el que no comulga
con sus postulados lo estigmatizan y le tachan, como poco, de fascista.
Esto
es lo que ha ocurrido con el movimiento Metoo,
contra los acosos a mujeres, básicamente dentro del mundo del espectáculo. Que Harvey
Weinstein sea un sujeto repugnante no debe hacer olvidar que las que ahora le
lapidan sin piedad no hace tanto que le reían las gracias (o le hacían la
pelota), cuando ya había indicios de lo mal bicho que era.
Y
cuando cien artistas e intelectuales francesas lanzan un manifiesto criticando
el citado movimiento –que ha devenido en una especie de caza de brujos-, las feministas atacan ese manifiesto, porque no conciben el derecho a la
discrepancia o a la crítica (ajena).
Entendámonos:
estoy en contra del acoso a las mujeres (y a los hombres, llegado el caso). Pero,
en un estado de Derecho, toda persona es inocente hasta que se demuestra lo
contrario. Y resulta que, en todo crimen contra las mujeres, es el presunto
culpable el que tiene que demostrar su inocencia (si le dejan), en lugar de que
la acusadora demuestre su culpabilidad.
Probablemente,
no debería haberme metido en este jardín…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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