domingo, 4 de febrero de 2018

Discrepo del pensamiento único, por sistema

Las revoluciones de los siglos dieciocho y diecinueve (las del veinte marcharon en sentido contrario, empezando por la rusa y siguiendo por todas las demás) avanzaron en el sentido de ir conquistando cada vez más libertades para las personas; singularmente, las de pensamiento y las de expresión.
Pero desde finales del pasado siglo se está produciendo una suerte de retroceso. Con el surgimiento de lo políticamente correcto, lo que en principio comenzó como lo que parecía un afán de no herir ciertas sensibilidades ha ido derivando, lenta pero inexorablemente, en un pensamiento único que no tolera discrepancias y que deja chiquito a cualquier forma de totalitarismo de centurias pasadas. A todo el que no comulga con sus postulados lo estigmatizan y le tachan, como poco, de fascista.
Esto es lo que ha ocurrido con el movimiento Metoo, contra los acosos a mujeres, básicamente dentro del mundo del espectáculo. Que Harvey Weinstein sea un sujeto repugnante no debe hacer olvidar que las que ahora le lapidan sin piedad no hace tanto que le reían las gracias (o le hacían la pelota), cuando ya había indicios de lo mal bicho que era.
Y cuando cien artistas e intelectuales francesas lanzan un manifiesto criticando el citado movimiento –que ha devenido en una especie de caza de brujos-, las feministas atacan ese manifiesto, porque no conciben el derecho a la discrepancia o a la crítica (ajena).
Entendámonos: estoy en contra del acoso a las mujeres (y a los hombres, llegado el caso). Pero, en un estado de Derecho, toda persona es inocente hasta que se demuestra lo contrario. Y resulta que, en todo crimen contra las mujeres, es el presunto culpable el que tiene que demostrar su inocencia (si le dejan), en lugar de que la acusadora demuestre su culpabilidad.
Probablemente, no debería haberme metido en este jardín…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!

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