Estamos
tan acostumbrados a que en este país nuestro las cosas sucedan del revés, sobre
todo en lo relacionado con los separatistas –ayer los asesinos vascos, hoy los
golpistas catalanes-, que cuando algo sucede como el sentido común indica y
Dios manda, nos quedamos patidifusos mientras nuestra mandíbula inferior se
aleja, rebotando en el suelo.
Es
lo que ocurre con el puñetero asunto de los lacitos –como he visto en un
chiste, no son lazos, son nudos… pero qué se le va a hacer- amarillos que los
filogolpistas van colocando por todas partes, reclamando la libertad de los
políticos presos (va a resultar que, contra lo que podría suponerse, el catalán
no es un dialecto del occitano y, por lo tanto, de origen romance, sino que
desciende del inglés, por lo que colocarían el adjetivo delante del sustantivo
al decir presos políticos).
Como
ocurrió con el caso de las banderas, las pituitarias de los españoles de bien
empiezan a estar un poco irritadas con el temita, y algunos se han lanzado a
retirar la basura de la vía pública. Sin embargo, la mierda abunda y a no mucho
tardar vuelven a aparecer, al tiempo que quienes los colocan proclaman que lo
hacen en nombre de la libertad de expresión y pamemas similares. Los que los
retiran, en cambio, parecen no tener derecho a esa libertad.
Ha
tenido que ser la fiscal general del Estado la que haya puesto los puntos sobre
las íes (y, es de esperar, firmes a los miembros de la policía regional que se
dedicaban a abrir expediente a los basureros sin licencia) y haya dicho que no ve delito alguno en quitar lazos amarillos.
Si
hubiera dicho que el delito es ponerlos, la cosa habría salido redonda. Pero claro,
sería mucho pedir…
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