Si el segundo volumen de la trilogía acababa con Cicerón en el punto más bajo de su carrera política –proscrito, huido de Roma, arruinado-, en el curso de éste se relata el lento regreso del famoso orador hasta la cima del poder político, ya que no de iure, sí de facto.
La conclusión a la que uno llega es que Cicerón fue –o, al menos, así nos lo dibuja Harris-, con sus luces y sus sombras (porque no se ocultan sus tejemanejes en el desbaratar la conspiración de Catilina, o su siembra de cizaña en el primer triunvirato), un político razonablemente honesto (y honrado, pero ese es otro tema) que se vio superado por la falta de escrúpulos que mostraron primero Julio César y luego Octavio Augusto, digno sucesor, para lo bueno y para lo malo (sobre todo para lo malo, visto cómo dejó caer a Cicerón) de su padre adoptivo.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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