No
me canso de repetirlo. Lo más imprudente que han hecho los golpistas catalanes
ha sido tocarle las narices a la generalidad (empleo el sustantivo a propósito,
como cabe suponer) de los españoles. No sé lo que durará la cosa (España
también se soliviantó con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, y veinte años
después tenemos a sus asesinos cómodamente asentados en las instituciones),
pero de momento reconforta.
Y
no me refiero sólo a la proliferación de banderas en ventanas y balcones; hasta
yo, que no soy demasiado amigo de unirme a corrientes generalizas, he colgado
una de mi ventana. No la que tengo con el anterior escudo oficial, no fuera a
ser que soliviantara opiniones, sino otra comprada para la ocasión en un chino
(que son los que de verdad se están haciendo de oro con todo este asunto).
No,
me refiero al hecho de que, sea cual sea la ocasión, los que se sienten
españoles no se cortan un pelo en mostrarlo. Y eso vale tanto para un encuentro
de fútbol contra el Farça (ese club
que ha declarado recientemente que no quiere ser utilizado políticamente; será
porque ya se encargan ellos solos de posicionarse, como llevan haciéndolo desde
no se sabe cuánto), en el que las gradas se llenan de banderas de España, como para el hecho de que, aterrizando tras acompañar a Cocomocho en su rueda de prensa en
Bruselas, dos exconsejeros regionales fueron recibidos al grito de ¿Os habéis hecho caca, Forn, os habéis hecho caquita?
No,
hombre, qué va: todos sabemos que los golpistas catalanes son gente bragada y
echada p’alante. No hay más que ver a sus dos últimos líderes, por ejemplo…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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