Los
dirigentes populistas hispanoamericanos –curiosamente, esto no ocurre nunca,
que yo recuerde, en Brasil-, cuando las cosas les van mal dadas en su país –y,
teniendo en cuenta la reata de inútiles que son, eso ocurre más bien pronto que
tarde- tienden a acordarse de España para, por decirlo pronto y mal, ponerla a
parir. Como chupa de dómine. Como no digan dueñas. A caer de un burro.
El
último en sumarse a tan selecto club ha sido el recién estrenado presidente de
Méjico, un tal López Obrador, que ha escrito una carta dirigida a Su Majestad
el Rey de España, don Felipe VI, y a Su Santidad el Papa Francisco,
requiriéndoles que se disculpen por la conquista de Méjico.
Los
artículos, en general, no aclaran si lo pide en azteca, en tolteca o quizá en
txalteca. No dicen tampoco si debemos pedir disculpas también por haberles
llevado la rueda, la escritura, los caballos y el fin de los sacrificios
humanos o de las luchas intestinas que enfrentaban a los distintos pueblos
precolombinos; si lamentan las universidades, las imprentas, la pólvora y la
ciencia europeos.
El
Rey y el Papa, como personas discretas que son (más el Borbón que el jesuita
argentino, desde mi punto de vista), han dado la callada por respuesta. Otros,
en cambio, le han dado al bocazas mejicano la respuesta que se merece su
misiva. Así, María Elvira Roca le ha dicho que si quiere que los descendientes se disculpen, que busque en su país.
Esto me recuerda una anécdota que oí en cierta parte: cuando Fidel Castro se
quejaba ante Salvador de Madariaga que los antepasados del español habían
venido a América a oprimir a los nativos, el intelectual español le vino a
responder que serán los suyos,
Comandante, porque los míos se quedaron en España.
Pérez
Reverte, que nunca ha tenido pelos en la lengua, lo ha dicho mucho más claramente: si López Obrador se cree lo que dice, es un imbécil; si no, un sinvergüenza.
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