Nunca tuve un gran concepto de
Zapatero, ni antes de que se encaramara a la presidencia del Gobierno de España
sobre los cadáveres de doscientas personas, ni mientras la detentó (y empleo el
verbo con toda la intención del mundo), ni después de abandonarla, ni un minuto
demasiado pronto.
Y nada de lo que ha hecho después –podéis
llamarlo sesgo de confirmación, si queréis- ha contribuido a paliar esa mala
opinión sobre el contador de nubes. Tan pronto suelta simplezas tales que
harían enrojecer a un alumno de jardín de infancia, como demuestra que su alma
es negra como el carbón.
Una persona que ha sido la segunda
autoridad del Estado debería mantener una cierta discreción y un cierto
distanciamiento. Ya está mal que se meta a negociador en Venezuela, y encima
apoyando al que, según todos los indicios, es el tirano asesino de masas; pero
que tenga el cuajo de decir que habló con el cabecilla encarcelado de los
golpistas antes del juicio, ofrecerse como mediador y pedir que se estudien los indultos a los golpistas ya pasa de castaño oscuro. Primero, porque supone una injerencia en el ejercicio de la Justicia y hasta del poder ejecutivo (éste no sabe aún que a Sin vocales no le gusta que nadie le diga qué es lo que tiene que hacer); y segundo... porque presupone que serán condenados, lo cual, en principio, indicaría que son culpables.
Eso sí, hay que reconocerle que en su
reacción se ha producido una de esas extrañas confluencias de los socialistas
con la verdad. En efecto, replicó diciendo que no se es más español diciendo que la Ley y punto. Lo cual ya tiene mérito viniendo de aquel que dijo que nación es un concepto discutido y discutible.
A lo cual, yo respondo: no, pero sí se
es menos (o peor) diciendo y haciendo lo contrario.
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