Cuanto más tiempo (seguido, se
entiende) pasa un partido político en el poder, más tiende a confundir sus
intereses con los del Estado (o región, o municipio) que gobierna. En esto,
como en tantos otros defectos, el Partido Socialista Obrero Español resulta un
ejemplo perfecto de lo que no se debe hacer.
Después de que España se equivocara (Alfonso Guerra dixit), el
PSOE triunfó en las urnas con una mayoría absoluta como no se ha visto desde
entonces (y es difícil que se vuelva a ver, al menos en el futuro cercano).
Entre corrupciones y trapacerías, aguantó en el poder catorce años raspados. Esos
casi tres lustros crearon (o reactivaron) en el partido de la mano y el capullo
unos mecanismos mentales de los que no han sabido deshacerse.
Vamos a centrarnos, exclusivamente, en
el mundo de la Justicia. En 1.985 se aprobó la Ley Orgánica del Poder Judicial
que todos padecemos y que nadie se ha atrevido a cambiar. En ese texto legal se
consagraba la partitocratización del
poder judicial, puesto que los miembros del órgano de gobierno de la judicatura
(el órgano de las cuatro mentiras, podríamos decir: no es consejo, ni gobierna,
ni es poder, ni es judicial) eran elegidos por las dos cámaras del Parlamento.
Más o menos al mismo tiempo era
nombrado Fiscal General del Estado un canario cuyos dos únicos méritos
conocidos eran ser practicante de la lucha canaria (respondía al sonoro nombre
de el pollo del pinar) y la docilidad
absoluta a las consignas emanadas del poder ejecutivo.
Unos veinte años después ocupó la misma
plaza un individuo que poco honor hacía a su nombre de pila, puesto que de
ingenuo tenía poco, y mucho en cambio de malicia y doblez. Este sujeto fue el
que dijo, sin que se le cayera la cara de vergüenza, que las togas de los
fiscales no rehuirían el mancharse con el polvo del camino, implicando que
estaba a favor de la negociación (rendición) del Estado con los asesinos
ultraizquierdistas vascos.
Pero parece que a la tercera va la
vencida, y la actual titular de la Fiscalía General del Estado (esta sí lo es
del Estado, y no del Gobierno) parece mirar más por el interés público y la
legalidad que por los intereses del Gobierno que la nombró. No voy a negar que
tal actitud me ha sorprendido (gratamente), y que no me la esperaba en
absoluto, como tampoco las tenía todas conmigo en su actuación con respecto al
proceso al golpe de Estado.
Bien es verdad que en el proceso al proceso, como he titulado las
distintas entregas que he publicado sobre el tema, ha sido la Abogacía del
Estado la que ha mostrado una bochornosa docilidad a las consignas emanadas
desde Moncloa, mientras que el Ministerio Público ha actuado como debía (o como
yo pienso que debía, al menos).
Ante la esperada oposición de la fiscal
Segarra a un eventual indulto de los golpistas (tras ser condenados), la formación
de un nuevo Ejecutivo es la oportunidad de Sin
Vocales para relevar a la jefe del Ministerio Público. Mientras, la que en
reuniones con delincuentes y prevaricadores llamaba maricón a su futuro compañero de gabinete ha intentado premiarla con un destino en el Supremo,
pero el citado órgano de las cuatro mentiras impidió por unanimidad esta
maniobra.
Algo huele a podrido en Dinamarca desde
hace mucho, es cierto; pero no lo es menos que todavía hay partes sin
corromper, y que la esperanza es lo penúltimo que se pierde.
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