Cada cierto tiempo aparece por este
blog el calvo melifluo, aquel que fue
jugador y luego entrenador del Farça.
Para algunos, entre ellos probablemente él, el mejor entrenador del mundo; para
otros, entre ellos con toda certeza yo, el entrenador más sobrevalorado del
mundo.
Hoy no voy a referirme (aunque al
enumerar las cosas a las que no pienso referirme estoy, de hecho, refiriéndome
a ellas) a que lo ganara todo con el Barcelona porque tenía a uno de los
jugadores más desequilibrantes de la historia, a la mejor generación del club y
al hecho de que los segundos jugaran todos en función del primero. Tampoco voy
a referirme al hecho de que contaran con la connivencia arbitral en España
(aquel ¿qué más quieres que te de? de
Villar) y en Europa (aquel a Messi hay
que protegerle de Plattini). Ni al hecho de que, en Alemania y al frente de
esa apisonadora que es el Bayern de Múnich, fuera incapaz de hacer lo que
consiguió su predecesor en el cargo, ganar la Copa de Europa. Menos aún a que
en Inglaterra tampoco lo ha logrado, a pesar del chorro de millones con que le
han regado los dueños del club. Porque, y con esto acabo, tampoco voy a
referirme a que, en cuestión de ojo clínico para fichar, tiene menos vista que
un gato de escayola.
No, hoy voy a referirme a una frase
suya de hace diez días. El sujeto dijo que necesita gente que le odie. Vamos a
ver: el sujeto es soberbio, mentiroso, traidor, embustero, cursi, pedante, admirador de
delincuentes (los golpistas catalanes), hipócrita, despectivo, más falso que
un duro de corcho y, para remate, sospechoso de haberse dopado. En resumen, una mala persona. Pero con todo eso lo único que
consigue es caer mal a la gente. Nada menos. Nada más.
Y es que, como dijo alguien hace mucho
tiempo, odiar a alguien es darle demasiada importancia.
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