La
instauración de Madrid Central –la restricción
al tráfico rodado particular en la almendra central de la Villa y Corte- fue
presentada por el anterior equipo de gobierno municipal como una medida de
lucha contra la contaminación atmosférica. Como casi todo lo que hace la
izquierda –al menos, la española-, fue una medida demagógica, efectista y
dudosamente efectiva.
¿Por
qué digo esto? Porque la mayor parte de la contaminación atmosférica de la
capital proviene, no de los tubos de escape de los vehículos automóviles, sino
de las calderas de las calefacciones. Sólo atacando esa fuente de contaminación
se logrará disminuir la polución. Lo demuestra el hecho de que, traspasados los
poderes y suspendido Madrid Central,
la contaminación disminuyó. Algo que no parece muy lógico si sumamos un mayor
tráfico rodado y la ausencia de precipitaciones… pero que se explica si se
descuenta de la ecuación la calefacción doméstica, que se suprime por los
calores estivales.
Eso
por no decir que, como no me canso de señalar, el aire no entiende de almendras centrales y demás paparruchas.
Si se suprime el tráfico rodado dentro de, pongamos por caso, la zona rodeada
por la M-30, la única manera (fantasiosa por demás) de mantener limpia y
prístina la atmósfera de la zona sería instalar un anillo de gigantescos
ventiladores que mantuvieran a raya la contaminación exterior… y ni aún así.
Algo
que, por lo visto, no entiende el juez que ha decidido mantener Madrid Central y sus multas (de hecho,
las multas: salvo poniendo barreras físicas, tocar el bolsillo es el único
medio efectivo de impedir que la gente entre) en favor de los derechos al medio ambiente y a la salud.
Nada
dice, en cambio, del derecho al menos común de los sentidos: o mucho me
equivoco, o dentro de seis meses la contaminación habrá vuelto a subir aunque
se mantenga Madrid Central. Eso,
salvo que el presunto calentamiento global nos libre de los rigores invernales…
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