Cuando me surgió la idea para esta reflexión, Jorge Mario Bergoglio era todavía quien, con el nombre de Francisco, ocupaba el puesto de obispo de Roma y sumo pontífice de la Iglesia Católica.
Cualquiera que me conozca, o que
me haya leído, puede deducir que el jesuita argentino, por decirlo con
suavidad, no me caía simpático. No sólo por su excesiva comprensión, a
mi modo de ver, con según qué autoritarismos, siempre de izquierdas, sino
porque su aparente humildad me parecía eso, aparente, impostada, falsa. Quien es
humilde de verdad no va por ahí proclamándolo, se limita a serlo (supongo,
claro; suelo decir de mí mismo que entre los innumerables dones con los que el
Altísimo me dotó no se encuentra la humildad).
Amigos tengo que sostienen que en
la elección de un papa interviene siempre el Espíritu Santo, haciendo que se
elija siempre al pontífice que los tiempos necesitan. Uno podría pensar que a
veces la tercera persona de la Santísima Trinidad anduvo un poco despistado,
teniendo en cuenta quiénes han portado el anillo del pescador.
Pero, teniendo en cuenta que la
institución dura ya dos milenios, y contando, habrá que darle el beneficio de
la duda.
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