Para los marxistas, sus postulados ideológicos son la verdad absoluta. Cuando la realidad no coincide con esos postulados, o cuando los resultados obtenidos no son los que ellos esperan, es la realidad la que está equivocada, o la culpa es de los demás, nunca de ellos.
Durante el franquismo se construyeron
innumerables viviendas: cómo no hacerlo, si el país había salido de una guerra civil
que lo había devastado, lo que, unido a la emigración del campo a la ciudad,
generó unas necesidades habitacionales para las que las urbes hispanas no
estaban preparadas. De hecho, crecí en un bloque de viviendas que lucía
orgulloso -no hay de qué avergonzarse, por otra parte- en su entrada una
plaquita que proclamaba que había sido construido por el Ministerio de la
Vivienda. El de verdad, no los chiringuitos que los de la mano y el capullo
montan intermitentemente para crear una poltrona en la que alguno de sus
inútiles pueda aposentar sus sufridas posaderas.
Pues bien, ahora resulta que,
según la izquierda, la vivienda fue un regalo envenenado del
Generalísimo porque, agárrate que vienen curvas, a los cincuenta años hay que
hacer reformas de mantenimiento a las mismas. No como en las cuevas, que se
mantienen solas, o en los gulags soviéticos o las cárceles cubanas, que tantas
simpatías les despiertan a los izquierdistas patrios.
O los túneles de los terroristas palestinos en Gaza, que a Hamás el mantenimiento le sale gratis porque se lo pagamos nosotros con los fondos destinados a los palestinos.
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